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Los últimos años de la vida de Napoleón Bonaparte en el exilio de Santa Elena

En Santa Elena —una remota pequeña isla rodeada por la inmensidad del océano Pacífico, que tiene como lugar más cercano las costas del país africano de Angola a unos 1,800 kilómetros de distancia y está tan alejada de París a más de 7,200 kilómetros—, el que alguna vez fue emperador de los franceses daba ahí su último aliento un 5 de mayo de 1821 a las 17:49 hrs; tenía 51 años de edad.

Napoleón Bonaparte, que había alcanzado la cumbre máxima del poder político y militar en Francia, logrando mantener a sus pies a casi toda la Europa de principios del siglo XIX, y que además puso en peligro a las viejas estructuras políticas de las casas reales como los Borbones, los Romanov y hasta los Habsburgo, pasaría los últimos 5 años y medio de su vida en una especie de cautiverio, siendo recluido en un alojamiento modesto dentro de la inhóspita Santa Elena bajo una supervisión intensa de los británicos, sus eternos enemigos.

Tras perder la famosa batalla de Waterloo en junio de 1815 contra un nutrido ejército de tropas anglo-prusianas, y fracasar en el intento de abdicación en favor de su hijo Napoleón Francisco Carlos José (mejor conocido como Napoleón II), el imperio napoleónico llegaba a su estridente final. Las naciones vencedoras que integraban la Séptima Coalición, que tras capturar al depuesto emperador francés lograron restaurar el Reino de Francia con Luis XVIII a la cabeza, decidieron llevar a su prisionero tan lejos de Europa para evitar que se volviera a repetir una fuga como la de Elba, sucedida en febrero de 1815. El lugar perfecto para aislar a su más grande amenaza, sin duda era la isla británica de Santa Elena.

Napoleón contemplando las costas de Santa Elena.

El arribo a Santa Elena

Bonaparte llegó a la isla en octubre de 1815 tras un largo viaje en barco. Se dice que cuando la embarcación de nombre Northumberland estaba por arribar, Napoleón inspeccionó el terreno a la distancia con su catalejo, y exclamó:

“No es un lugar atractivo, mejor me hubiera quedado en Egipto. Es una isla vergonzosa; es una cárcel”.

En esa época, Santa Elena contaba con solo 2,000 lugareños y cerca de 1,380 soldados ingleses. A su exilio lo acompañaron un pequeño séquito de fieles seguidores junto con sus familias. En ese grupo se encontraban los mariscales Montholon, Bertrand y Gourgaud, su inseparable valet Marchand, su mayordomo Cipriani y el conde Las Cases.

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El clima poco amigable de su nuevo hogar con fuertes lluvias y vientos durante la mayor parte del día y las pocas actividades que tenía permitido realizar, abrumaron el espíritu de Napoleón, pero rápidamente se repuso de buena manera, aceptando que ese era su destino final y que ya no había marcha atrás.

Las autoridades inglesas dispusieron que su prisionero debía de permanecer en Longwood, una casa de madera con poco mantenimiento y desprovista de sombra ubicada en una meseta de la isla a más de 500 mts de altura. Al instalarse en ella, de inmediato Napoleón colocó en su dormitorio un pequeño catre de campaña elaborado con hierro, un sofá frente a la chimenea, un retrato de María Luisa y siete de su hijo.

La rutina de Napoleón en el exilio

Durante los más de 5 años que pasó Napoleón en Santa Elena, le pedía a su valet Marchand que lo levantara a las 06:00 hrs. para comenzar sus actividades. Se vestía y tomaba regularmente una taza de té o café para después continuar con su rutina de aseo personal. Aproximadamente a las 10:00 de la mañana se disponía a almorzar, que comúnmente era su platillo favorito, una sopa de leche con huevos batidos. También comía carne asada con verduras, queso y café como bebida de acompañamiento.

Al terminar su almuerzo realizaba diversas tareas, como dictar sus memorias acerca de las campañas napoleónicas y la actividad política de su gobierno, conversaba con sus acompañantes, leía sus obras favoritas o se daba un baño relajante. Al final de la tarde salía a dar un paseo por los alrededores de la isla (hasta que esta actividad le fue prohibida), en ocasiones jugaba con los hijos de Bertrand y al regreso a su hogar se dedicaba a repasar sus anotaciones para el día siguiente.

Durante su cautiverio, para evitar que el mal ánimo lo invadiera, Napoleón intentó aprender inglés pero no tuvo mucho éxito; gustaba de jugar ajedrez con sus acompañantes e inclusive le agradaba practicar jardinería en Longwood como en sus tiempos de cadete en la escuela militar de Brienne. También le proporcionaba cierta satisfacción hacer enfurecer a Hudson Lowe.

Napoleón jugando una partida de ajedrez en su exilio.

El final de una leyenda: la muerte del militar más célebre del siglo XIX

La salud de Bonaparte al llegar a la isla se encontraba en perfectas condiciones, pero el mal clima de la isla, la inactividad a la que fue obligado a permanecer, el sufrimiento por no poder ver a su hijo, y, su lucha constante contra la añoranza de los tiempos lejanos fueron permeando en el espíritu de el “petit caporal”, lo cual a la larga provocó que acrecentaran sus viejas dolencias estomacales.

Durante los primeros meses de 1821 era notorio que su estado de salud estaba en declive, y a finales de abril se veía que los días del ex emperador estaban contados. Los relatos cuentan que el 27 de abril Napoleón entró en una fase de desgaste psicológico provocado por sus achaques, comentando que creyó ver a Josefina, su primera esposa, en una pieza de su casa; algo imposible ya que ésta había fallecido en 1814. A partir de ese día los vómitos fueron constantes de color obscuro, causandole mucho cansancio, debilidad y una insaciable sed. 

Ya para el 4 de mayo, con una tarde lluviosa y de molestos vientos, Bonaparte no pudo moverse de su cama porque tuvo un hipo incontrolable que no lo dejó dormir, y al amanecer del día siguiente empezó a delirar, preguntándole en dos ocasiones de manera muy insistente al mariscal Bertrand “¿Cómo se llama mi hijo?”. Entre las 15:00 y 16:00 hrs Napoleón pronunció una serie de palabras sin sentido, las cuales, según Montholon creyó escucharle “Francia, ejército, Josefina”, para después tener un episodio convulsivo el cual sus ayudantes lograron controlar. Finalmente en la última hora de su vida, Bonaparte entró en un estado de calma con una respiración lenta y calmada hasta encontrarse vencido en su batalla final contra la muerte.

Al día siguiente después de la autopsia, el cuerpo de Napoleón fue vestido con su viejo uniforme verde obscuro de cazador, que al estar ya demasiado desgastado y descolorido tuvo que serle puesto al revés. El ataúd donde colocaron el cadáver fue de caoba forrado con satén y se prosiguió a realizar una ceremonia religiosa para su entierro a la sombra de los sauces.

Hudson Lowe le comentó al mariscal Bertrand que si deseaba pronunciar unas palabras, pero estaba tan abrumado que no pudo decir nada. El informe que redactó Montholon con su lenguaje militar tan característico relata los instantes finales del entierro de Napoleón:

“El ataúd fue bajado a la tumba, entre los estampidos de las salvas de artillería de los fuertes y los barcos del escuadrón. Después rellenaron la tumba y la aseguraron con mampostería en nuestra presencia. Junto a ella quedó una guardia de honor”.

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¿Cuál es el legado de Napoleón Bonaparte?

Al entablar una plática acerca de los comandantes militares más destacados a lo largo de la historia universal, Napoleón Bonaparte ocupa una de las posiciones más prestigiosas junto a Julio César y Alejandro Magno. El legado político de su código civil y sus célebres estrategias de guerra como la de la batalla de Austerlitz se siguen estudiando y analizando hasta nuestros días en muchas academias militares y universidades civiles.

Este francés originario de la isla de Córcega, de ser un simple teniente de artillería alcanzó las posiciones de poder más relevantes de su nación, primero como comandante general del ejército revolucionario, después como primer cónsul de la República y finalmente como emperador del primer Imperio de Francia, lo cual lo coloca en un ejemplo mítico de superación y desarrollo.

Pero también sus ambiciones personales (justificadas o no) desataron una de las más sangrientas guerras de la historia: las Guerras Napoleónicas. Este suceso bélico enfrentó a casi todas las naciones europeas de la época dejando como saldo más de 6 millones de muertes entre militares y civiles, destruyendo los sueños y la tranquilidad de miles de familias.

Las decisiones que tomó Napoleón a lo largo de su vida llegaron a tener repercusión a nivel mundial, como por ejemplo, tras invadir España, fue una de las causas que motivaron los movimientos independentistas de las colonias de América, y está claro que el mundo sufrió una transformación en todos los sentidos en una etapa post-napoleónica. 

A Francia le heredó un enorme orgullo militar y expansionista acrecentado por el culto a su figura, que después de algunos años se vería reflejado en las políticas de guerra a través de uno de sus descendientes, Napoleón III, en la intervención francesa en México, que por curiosidades de la historia, el ejército francés que para 1862 era uno de los más poderosos del mundo, cuando recordaban el 41 aniversario de la muerte de su mayor comandante militar, sufrieron una de las derrotas más vergonzosas a manos de las tropas mexicanas en la ciudad de Puebla lideradas por el general Ignacio Zaragoza el 5 de mayo.

Y si le hacemos caso a los mitos, México podría ostentar que tuvo como gobernante imperial (aunque fue más bien impuesto) a un nieto del legendario Napoleón Bonaparte, ya que los chismes de la época cuentan que es muy probable que su único hijo legítimo, Napoleón II (Franz como le llamaban en Viena) tuvo una relación amorosa con Sofía de Baviera, madre de Maximiliano de Habsburgo, justo en el tiempo previo de su nacimiento.

Leonardo Ríos Vázquez

Historiador, comunicólogo e investigador sobre temáticas de política y seguridad.

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