Teuchitlán es un horror. No hay duda. Una tragedia. Es un espejo que nos muestra podredumbre social e institucional. Enseña las tripas de empresas criminales y las atrocidades que son capaces en aras de un negocio siniestro.
Sin embargo, se corre el riesgo de banalizar este episodio de la vida nacional desde dos extremos: por un lado, intentar negarlo o minimizarlo; por el otro, exagerar su dimensión.
En tanto no haya resultados de una investigación es difícil dimensionar el uso de esas instalaciones. Lo correcto, lo prudente y responsable es acompañar el relato con la duda, con el apellido de las presunciones, más que con certezas inamovibles.
Sin embargo, ese es un ejercicio harto difícil por el largo historial institucional de investigaciones, fallidas, erróneas, inconclusas, ridículas, verdades históricas, videntes y payasadas que han minado la confianza en las instituciones.
La ciudadanía no era arisca, se hizo tras escuchar que el 2 de octubre del 68 fue un día soleado, se hizo luego de que la PGR usó una vidente para apuntalar la investigación del homicidio del secretario general del PRI, se volvió incrédula por los yerros en la investigación de casos como Colosio, Ayotzinapa, Manuel Buendía y tantos otros.
El descrédito institucional alimenta la proliferación de teorías de la conspiración; el ánimo de sacar raja política de las tragedias también nutre la proliferación de exageraciones que terminan de convertirse en relato dominante. En esa práctica mezquina han caído propios y extraños, políticos de todos los colores.
El dolor ante las atrocidades también dificulta darle un contexto adecuado en la coyuntura nacional. Para las víctimas, deudos y sobrevivientes no hay mayor tragedia en su vida que lo vivido en Teuchitlán. Su dolor merece toda el respeto y solidaridad. Aún así, para el análisis, el dolor no debe llevar a la descontextualización.
La minimización o exageración no honra la memoria de quienes han muerto o quienes siguen desaparecidos por episodios negros de la vida nacional, como la guerra sucia en los años 70, el ya mencionado Ayotzinapa o ahora el rancho Izaguirre.
Equiparar el rancho Izaguirre con un campo de exterminio, banaliza, por ejemplo el holocausto que provocó el régimen Nazi. En términos de estrategia y política no es lo mismo combatir a un régimen político como el aleman que a una empresa criminal.
Por eso mismo tampoco es válido equiparar a las mafias con los terroristas, aunque ambas cometan actos criminales y atrocidades.
El terrorismo busca fines ideológicos y se nutre de la publicitación de sus crímenes, por eso reivindican y reconocen la autoría de sus deleznables actos. Buscan crear un estado social y político que presione a las instituciones a adoptar una medida como la independencia de un territorio o la imposición de una ideología. En cambio, las “narcomantas” más que mensaje a la población abierta suelen ser dirigidos a bandas rivales o las autoridades.
Chelmno, Belzec, Sobibor, Treblinka, Auschwitz-Birkenau fueron un componente de una sistema enfocado en matar personas. No se buscaban fines económicos. Conforme los Nazis iban perdiendo batallas y territorios aceleraron su “solución final” para cometer el genocidio. No tenían una racionalidad económica. Ya no buscaban usar a los gitanos, judíos o rusos para hacer trabajos forzados.


En contraste los campos de adiestramiento del crimen organizado buscan reclutar personal para apuntalar una actividad económica ilegal. Reclutan, hacen leva, amenazas y asesinan para proteger el trasiego de sustancias ilícitas que les deja millonarias ganancias.
Ambos casos son deleznables, indignantes, pero son diferentes y ameritan formas distintas de acciones de Estado y de tratamiento informativo.
El rancho de Izaguirre, con respeto para quienes así lo crean, no es un campo de exterminio. Insisto, sí es una vergüenza, sí es una tragedia, pero hay que cuidar las palabras y evitar que el dolor o la negación con fines político-electorales nos nuble el juicio.