Taylor Swift, el posdebate y el fracaso de la comentocracia

Imagine la escena: en una mesa de análisis posterior al segundo debate presidencial, el panista Roberto Gil le recita un verso de la cantante Taylor Swift al exministro de la Suprema Corte, Arturo Zaldívar. ¿Una declaración de amor? Más bien, un momento surrealista que destaca el nivel de las discusiones en nuestra comentocracia, la cual parece cada vez menos influyente en la esfera pública y provoca que la ciudadanía busque fuentes de información que perciban como más auténticas y relevantes.

Por ello, es una falacia de que el debate se gana en el posdebate. La realidad es que la comentocracia, ya sea que alguna vez tuviera un impacto real o simplemente fuera funcional en un sistema de medios diferente, parece haber perdido su capacidad de incidir en la agenda pública. El periodismo de opinión, cuya función no es sólo informar sino también explicar y traducir la realidad al lector -además de generar debate- ha perdido su influencia sobre la esfera pública desde hace años. Esto plantea dudas sobre su relevancia y eficacia en el contexto mediático actual.

En el esquema clásico del PRI hegemónico del siglo XX, los artículistas no tenían la función de influir en la opinión pública para generar agenda o fomentar la discusión. Su rol era fundamentalmente ser correas de transmisión del poder y actuar como intérpretes de las declaraciones políticas y descifrar sus mensajes. Más que influir en la opinión pública, su función era traducir y mediar el mensaje entre el poder político y el público.

Por lo tanto, se estableció un sistema de medios limitado y, de alguna manera, controlado por el poder presidencial en turno, que ejercía su influencia a través de varios mecanismos, incluido el control sobre la distribución del papel, entre otros aspectos. Sin embargo, a pesar de estas restricciones, los políticos tradicionales siempre valoraron mucho el papel de la comentocracia. Operaban bajo la lógica de que los articulistas y columnistas tenían una influencia significativa en la formación de la opinión pública.

Con la disrupción digital, el modelo de comunicación cambió drásticamente, pero no así la comentocracia, que continuó operando bajo la vieja lógica de ser los traductores del cerrado mundo de la política mexicana a los ciudadanos. Sin embargo, no lograron comprender que el nuevo modelo digital ofrecía una vía de comunicación directa entre políticos y ciudadanos, un enfoque que figuras como Obama, Trump y el propio López Obrador han aprovechado eficazmente.

Bajo esta nueva dinámica, López Obrador comprendió que los columnistas y la comentocracia ya no definían la agenda pública. Por ello, a pesar de que la mayoría de los columnistas se posicionan en contra de él, esto no ha tenido un impacto significativo en sus índices de popularidad.

Otro episodio que demuestra cuán desconectada está la comentocracia del sentir ciudadano es la reacción del historiador y periodista Héctor Aguilar Camín, quien se quejaba de que se percibiera negativamente que Xóchitl Gálvez fuera asociada como candidata del PRI y Acción Nacional: O no comprenden la realidad política actual, o simplemente sus opiniones ya no resuenan en el público. En cualquiera de los casos, es evidente que la comentocracia en México ha fracasado estrepitosamente.

Sirva de ejemplo cuando el New York Times y el Washington Post abrieron sus secciones de opinión en español. Desafortunadamente, optaron por recurrir a los mismos personajes de siempre: miembros de esa comentocracia que ya no ejerce la influencia de antaño. Por eso, tuvieron que cerrar.

Urge una renovación profunda del espacio público de discusión dentro del periodismo de opinión, que se ha vuelto esencial ante la emergencia de youtubers e influencers que han llenado el vacío dejado por una comentocracia desfasada.

Es fundamental, a nivel nacional, cultivar verdaderos formadores de opinión que no sólo influyan en la agenda pública, sino que también cumplan con el deber esencial de explicar a los ciudadanos qué sucede realmente en el ámbito político. Solo así podremos asegurar que el periodismo de opinión recupere su relevancia y su rol como herramienta crítica para la democracia.

Salir de la versión móvil