La eternidad puede durar unos instantes. Unas horas. Unos días. Y cuando dos almas se tocan, no hay manera de que el mensaje se pierda en la traducción. Es Lost in Translation, de 2003.
Si bien, los opuestos se atraen, también aquellos que son iguales pueden hacerlo, pues la comunicación se da aun sin emitir palabra y lo que genera empatía, cobija, cuida, nutre.
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Lost in Translation o Perdidos en Tokio, es uno de los filmes más famosos de Sofia Coppola, quien escribe y dirige. La historia surge de una experiencia personal al visitar Japón, con las ventajas y desventajas de conocer un mundo distinto, casi literalmente, al otro lado del planeta.
Habrá quien diga que el filme tiene la mejor escena de inicio de la historia. Y sería difícil rebatirlo. Lo que es cierto es que, desde ese preciso instante, se nos propone una visión distinta. Y un ritmo también diferente, elemento muy importante en esta producción.
Bob y Charlotte son dos almas aparentemente con nada en común; sin embargo, al conocerse bajo las mismas circunstancias, encontrarán cosas que los conectarán –tal vez- de por vida.
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Bob (Bill Murray) es un actor de cine que se llega a Japón por un muy lucrativo contrato para promocionar una marca de whisky, en una filmación de unos pocos días. Tal vez el trabajo llena sus bolsillos, mas no así sus expectativas. Si a eso le sumamos un radical cambio de horario y la imposibilidad para comunicarse con los directores y equipo de producción, nos dejan como resultado a un muy frustrado Bob.
El caso de Charlotte (Johansson) es similar. La joven mujer, recién egresada de la carrera de filosofía, se encuentra en el mismo hotel acompañando a su esposo, John (Giovanni Ribisi). John es fotógrafo y ha viajado por trabajo, Charlotte lo acompaña porque, según ella, no estaba haciendo nada.
Es entonces que vemos cómo dos almas solitarias que se tocan, pueden hacerse compañía. Y que lo que se encuentra, aunque se pierda, se queda.
Bob y Charlotte crean una relación especial durante sus días juntos y se dan cuenta de que comparten más elementos en común de lo que creen; después de todo, ambos se encuentran solos entre las multitudes. Es una situación de vivir lo cotidiano fuera de lo cotidiano, de ser turistas en sus propios zapatos.
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El filme también nos muestra que la búsqueda de la identidad es constante, es un plano en movimiento que no se limita a los protagonistas. Algunos de los amigos de Charlotte, nativos de aquel país, se encuentran en sus propias dicotomías, en el ensayo y error que nos forja día con día.
En ocasiones, para entender nuestro interior, hace falta poner atención a lo exterior.
La que Coppola propone, es una historia de alienación que nos recuerda que no hay persona que sea una isla. Asimismo, tiene que ver con el descubrimiento de uno mismo, un viaje que no termina y en el que a veces es necesario hacer una alto, aunque sea obligado, para replantear nuestras metas, nuestro rumbo y redirigir nuestro destino.
La directora y escritora, se apoya en una muy bella fotografía de Lance Acord, en los paisajes y en los contrastantes escenarios, que van desde espectaculares espacios abiertos hasta los confines de un cuarto de hotel. Nos puede llevar con la cámara por sus pasillos o dejar la lente abierta para que los actores se muevan por el cuadro, como si se liberaran dentro de estéticas postales. Así también, nos muestran el contraste de la ciudad moderna y de lo ancestral.
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Perdidos en Tokio nos invita a la introspección, una a la que debemos de darle tiempo para que nos diga lo que necesitamos escuchar. Es una historia circular, pero que no termina en el mismo lado; no a simple vista. Si cambiamos de perspectiva, veremos que, en realidad, se trata de una espiral.
La estética nos envía varios mensajes no tan subliminales, ya que de inicio percibimos los tonos fríos y frescos, pero vivos. Nos indica la soledad e incomodidad de Bob mientras recorre Tokio para llegar al hotel. Y termina de manera similar visualmente, mostrando los paisajes citadinos. Si bien los colores son similares, hay una calidez que no se percibe antes. Se puede implicar que el filme termina como inicia, pero no del todo.
Murray y Johansson hacen una muy buena pareja (pese a la disparidad de edades, que es uno de los puntos importantes de la cinta). La directora lo aprovecha tomando su tiempo donde debe, permitiendo improvisaciones que dan frescura y un toque de humor sutil que es constante, mas no invade, y que es reminiscente del sarcasmo inherente en la vida.
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Lost in Translation tuvo su estreno el 12 de septiembre de 2003 en los Estados Unidos y el 17 de abril de 2004, en Japón. En 2023 cumple 20 años.
Para dar cierre, te presento otros filmes de estos dos grandes actores. Groundhog Day (o El día de la marmota), con Bill Murray:
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Y Vicky Cristina Barcelona, con Scarlett Johansson, Javier Bardem y Penélope Cruz: