Recientemente a inicios del 2024 se publicó el libro Érase un país verde olivo, novedad editorial de Grano de Sal, escrito en conjunto por seis autores cuya experiencia académica está centrada en el derecho. La obra busca desentrañar las características principales del fenómeno de la militarización en México, haciendo hincapié en el aumento de atribuciones de carácter civil que las Fuerzas Armadas (es decir, el Ejército y la Marina) han acaparado por mandato presidencial en el sexenio de Andrés Manuel López Obrador, para después concluir con una serie de reflexiones acerca de las posibles afectaciones que esto traerá a la vida pública de la nación si dicha tendencia se sigue manteniendo a la alza.
En el análisis que realizan los autores, se hace un breve recorrido histórico de la relación entre el poder militar y el poder político para confrontar el argumento de que la militarización es propia de los gobiernos de corte populista (como podría ser el caso de la 4T) ya que claramente se señala en el texto que, independientemente de cual sea la ideología del régimen en turno, el Ejecutivo siempre ha motivado esta influencia para beneficio propio.
Por ejemplo, Felipe Calderón, a pesar de ser un presidente emanado de un partido de derecha, en 2006 apostó por una fuerte presencia de los militares en la seguridad pública, sacando de los cuarteles a cientos de efectivos para enfrentarlos con células del narcotráfico. Incluso en este periodo se llegó al extremo cuando el Presidente salió a un evento público vestido con una casaca del Ejército Mexicano teniendo la clara intención de reforzar la filosofía de su estrategia mediante un mensaje simbólico.
Tocando específicamente el asunto de la militarización de la seguridad pública en deterioro del ámbito civil, la obra señala como uno de los puntos de origen de la problemática el papel que jugó la Policía Rural en tiempos del general Porfirio Díaz. Este cuerpo, si bien estaba asignado a la secretaría de Gobernación, en la práctica era operado por militares ya que la mayoría de los mandos provenían del instituto armado, lo que lo convertía en una organización paramilitar a todas luces. Los rurales son muy conocidos porque los encumbre una imagen mítica de crueles y sanguinarios; prácticamente de ser el principal instrumento de represión y control sociopolítico del régimen porfiriano.
Guerra constante, un factor que profundiza la militarización
Tomar de referencia ese punto nodal que los autores señalan del antecedente histórico, es el pretexto perfecto para argumentar la idea sobre que el proceso de militarización es una cuestión que está por encima de los aciertos y errores en la toma de decisiones de nuestros gobernantes, porque bien podría ser uno de los rasgos principales que definen el ADN de la cultura política mexicana. El factor determinante no está en si en el pasado se militarizó a las policías civiles, sino más bien en que de facto México como nación se construyó por las élites castrenses.
Tan solo basta pensar en que la bandera de nuestro país es una derivación directa del estandarte de un ejército que hace dos siglos independizó este territorio de la Corona española: estamos hablando del Ejército Trigarante comandado por Agustín de Iturbide. Hasta el himno nacional buscaba originalmente glorificar las hazañas y desventuras del Guerrero Inmortal de Zempoala, el general Antonio López de Santa Anna, once veces presidente durante más de veinte años.
Situándonos en un plano general, los ejércitos siempre han sido parte fundamental de la gestación y configuración de los Estados-nación que hoy prevalecen en la mayoría de los sistemas políticos del mundo, en primer término, porque es a través del monopolio de la violencia armada que estos pueden garantizar su supervivencia al interior y exterior, y por ende, solventar la seguridad de los ciudadanos e instituciones que lo conforman. En ese sentido, es una tendencia casi orgánica que los sostenedores del Estado recurran continuamente a las fuerzas armadas, formales o no, para hacerle frente a sus obstáculos.
Si hacemos un brevísimo repaso por la historia de México la encontraremos impregnada de una esencia militarista con fechas especiales que conmemoran batallas libradas entre ejércitos, donde los protagonistas son soldados de todos los rangos como héroes y villanos que moldearon la identidad nacional. Hoy, sin muchas dificultades, en cualquier espacio de nuestro país encontramos la memoria de esos personajes en fiestas cívicas, estatuas y nombres de ciudades, pueblos, calles y hasta escuelas.
Esto no debe extrañarnos pues la sombra de la guerra ha estado más que presente, incluso cuando aún este territorio era conocido como la Nueva España. En un lapso de seis décadas, desde 1810, al inicio de la lucha por la independencia encabezada por Miguel Hidalgo, hasta 1876, momento en que el general Díaz tomó Palacio Nacional tras un golpe de Estado, México se encontró ensangrentado por continuas disputas intestinas entre militares, y también, por los enfrentamientos contra ejércitos extranjeros que intentaban apoderarse de recursos.
Y aunque después hubo una especie de paz simulada en el Porfiriato, la violencia armada se desató a niveles insospechados cuando estalló la guerra revolucionaria de 1910, extendiéndose hasta 1929 con un saldo de millares de muertos. En un escenario bélico y hostil como el de México, es casi obvio que el Estado haya perdurado en gran medida por su fuerza armada.
Una cultura política militarista
La codependencia de esa relación político-militar siempre se ha buscado comunicar simbólicamente para fortalecer la imagen del poder, y la fotografía ha sido uno de los principales recursos para retratarla. No existe un solo presidente, al menos desde Díaz hasta López Obrador, que no tenga una fotografía, intencionada o espontánea, donde se encuentre rodeado por militares y marinos. Es, sencillamente, una de las maneras más efectivas para que el mandatario en turno demuestre que el músculo del Estado está de su lado.
La militarización como parte de la cultura política mexicana también se puede observar desde el pragmatismo de quienes han dirigido las riendas del país desde la silla presidencial, y esto sin referirnos a gobernadores, alcaldes, legisladores, y más. El México decimonónico estuvo plagado de presidentes militares, a excepción de unos cuantos, lo cuál fue el reflejo de la presencia avasallante del Ejército en varios ámbitos públicos.
Santa Anna y Díaz son las figuras más representativas de ese militarismo, pues dispusieron de sus compañeros de armas según les conviniera para beneficio de la investidura. Incluso Benito Juárez, probablemente el único presidente civil trascendental de esa época, se mantuvo en el poder gracias a que contaba con el respaldo de un ejército popular que combatió a sus enemigos conservadores, monárquicos, franceses, caudillos regionales, líderes indígenas, entre otros.
Ya en el siglo XX, después de los años convulsos de la Revolución, se asocia que en 1946 Manuel Ávila Camacho fue el último presidente de origen militar, y que al dejar como sucesor a un civil, Miguel Alemán Valdéz, dio paso a que la influencia de las Fuerzas Armadas se redujera significativamente del Poder Ejecutivo, pero esto en la práctica no sucedió del todo, ya que los siguientes presidentes siguieron impulsando una cierta preferencia por el verde olivo.
Por ejemplo, Adolfo Ruiz Cortines, quien teóricamente debería ser señalado como el último militar en la presidencia, ya que fue un oficial activo durante la Revolución, apoyó sin miramientos a los generales que le eran leales para crear un partido externo del oficial. Otro caso interesante es el de Luis Echeverría, pues aunque él era civil y abogado de formación, su maestro político fue el general Rodolfo Sánchez Taboada, presidente nacional del PRI, de quien se presumía había formado parte de la emboscada que asesinó a Emiliano Zapata en 1917; esto sin duda puede interpretarse como el hilo conductor de la tendencia militarista que Echeverría vertió sobre todo el sistema de seguridad durante su gobierno.
Por tratarse de un tema con raíces históricas anidadas siglos atrás, queda claro entonces que el abordar el fenómeno de la militarización desde un trasfondo cultural lo vuelve mucho más complejo de lo que ya es por sí solo, y en consecuencia, encontrar respuestas y conclusiones acertadas que tengan el objetivo de prevenir sus situaciones de riesgo es aún muy complicado.
Obras como Érase un país verde olivo son importantísimas porque justamente abren el debate e invitan a estudiar la problemática en todas sus diferentes aristas, pero sobre todo, motivan a que formulemos cuestionamientos más hondos e incómodos: ¿las Fuerzas Armadas en México son realmente el “Estado Profundo” más allá de ser los garantes actuales de la democracia?
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